El Bosque Mágico:
La leyenda de la bruja de piedra
El bosque encantado
Existe una leyenda, por muchos ya olvidada, que habla de un bosque antiguo y misterioso, donde la naturaleza se funde con la magia.
Sus árboles altos y frondosos parecen tocar el cielo; sus ramas entrelazadas forman un techo verde que filtra los rayos del sol, creando una luz suave y cálida.
La vegetación es exuberante; el suelo está cubierto de una alfombra de hojas y flores. Los arbustos crecen por doquier, formando laberintos y senderos que conducen a lugares secretos y ocultos. El aire es fresco y húmedo, perfumado con el aroma de la tierra mojada. Flotan allí fragancias dulces y delicadas, mezcla de flores y hierbas que se entrelazan con el canto de las aves y el murmullo de las hojas agitadas por el viento, mezclándose con el sonido del agua que fluye por arroyos y cascadas.
En lo más profundo del bosque se alzaba una colina cubierta de follaje, sobre la cual se erguía un antiguo castillo. Sus torres y murallas de piedra, con detalles intrincados y decoraciones de otro tiempo, contrastaban con el verde intenso de los árboles. Tan perfecto era su encaje con la naturaleza que parecía haber estado allí desde que nació la roca.
En este castillo vivía una bruja tan antigua como los árboles y tan sabia como los recuerdos que albergaba.
La bruja del bosque era una joven mujer de cabello largo y rojizo, que caía en cascada sobre sus hombros. Su piel pálida y tersa, a pesar de su juventud, irradiaba sabiduría y un poder mágico que inspiraba respeto y admiración. Aun con su apariencia juvenil, conocía profundamente los ciclos de la naturaleza y podía invocar la energía del bosque para ayudarla en sus hechizos. Era una fuerza de la naturaleza, un ser que había aprendido a convivir en armonía con cada criatura y rincón de su hogar.
Pasaba sus días recolectando hierbas y preparando pociones, cuidando de sus plantas y de sus animales mágicos, pero algo faltaba: la compañía. Aunque amaba la tranquilidad del bosque, la soledad se le hacía pesada. Los años la habían enseñado a convivir con ella, pero la desesperanza comenzaba a morder su corazón, trayendo tristeza, melancolía y añoranza.
A menudo se preguntaba si alguna vez encontraría a alguien con quien compartir su vida y su amor. Aun rodeada de vida, no había quien compartiera sus pensamientos o disfrutara del espacio a su lado. La magia no podía conjurar compañía humana, y la incertidumbre sobre su destino romántico llenaba su corazón de inquietud.
A medida que pasaba el tiempo la desesperanza se hacía más fuerte y la bruja comenzó a sentir que su destino estaba sellado y que nunca encontraría su camino hacia la felicidad.
Decidió entonces despertar a sus gárgolas, fieles guardianes de piedra, para sentir amor incondicional, lealtad y apoyo.
El ritual era complejo y poderoso. Requería un gran conocimiento de magia y de la naturaleza, además de concentración y energía; cualquier error podría ser peligroso. Estas criaturas, al cobrar vida, serían protectoras mágicas capaces de ahuyentar espíritus malignos y ayudar a quien las poseyera a superar miedos y transformarse en un ser más fuerte.
La bruja se situó en el centro del círculo de protección, rodeada de velas encendidas y hierbas aromáticas. Con voz serena recitó:
—Mascotas mágicas de mi creación, con este hechizo les otorgo vida y pasión. Que este conjuro les haga nacer como criaturas únicas y especiales, que puedan volar o correr y ser fieles a su dueño leal. Que tengan personalidad propia y un vínculo mágico con su creador. Que sean amorosas, juguetonas y llenas de alegría y magia todo a su alrededor. Que así sea, y así será.
Una nube de humo espeso comenzó a envolverla, cubriendo su cuerpo y el círculo mágico. La bruja continuó con determinación, y poco a poco el humo se disipó. Dos figuras emergieron de las sombras.
El primero era un felino de pelaje blanco y brillante, con ojos azul zafiro que emanaban misterio y conexión con la energía lunar.
—Tú serás Saphire —le nombró.
El segundo era un perro de pelaje oscuro, casi negro, con reflejos plateados, en algunas luces, y ojos dorados capaces de ver más allá, guiando a su dueño a través de la oscuridad y la confusión.
—Tú serás Onyx —le llamó.
El tiempo pasó; las estaciones se sucedían. El bosque dormía y despertaba una y otra vez: sus árboles se desnudaban en invierno y brotaban en primavera, llenando el bosque de colores, aromas y vida.
La bruja disfrutaba de la naturaleza y de la compañía de sus gárgolas. Los años pasaron, y aunque la alegría de su compañía era reconfortante, la tristeza volvió a su corazón al pensar que ellas también vivirían en soledad, sin amor más que el suyo. La culpa por despertarlas la atormentaba.
Cada vez tenía más claro que en aquel tiempo y lugar nada más habría para ella. Paciente, continuaba practicando su magia, cuidando el bosque y esperando el momento adecuado para encontrar aquel con quien compartir su vida, aunque ese día aún no llegaba.
La torre del castillo se alzaba imponente sobre el horizonte. En su terraza, la bruja sentía paz, rodeada de sus mascotas, sintiendo la brisa fresca en su rostro. Observaba el sol mientras se ponía, tiñendo el cielo de tonos cálidos y anaranjados. Sabía que estaba en el lugar correcto, en el momento correcto, y que su destino la conduciría a donde debía ir.
A medida que el sol descendía, un humo dorado comenzó a elevarse desde la piedra de la terraza, envolviendo a los tres en una bruma misteriosa. Cuando el humo se disipó, las tres figuras se encontraban petrificadas, congeladas en el tiempo y el espacio.
En el silencioso castillo permanecieron inmóviles, contemplando el atardecer, aguardando su momento. Mientras tanto, la brisa soplaba y el sol seguía su ciclo, una y otra vez, iluminando y oscureciendo las vistas a su alrededor.
Y así la bruja permanece, junto a sus leales mascotas, observando cada ocaso, mientras la magia del bosque guarda silencio, aguardando el instante de su regreso a la vida.
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