Prólogo
Hay historias que no comienzan.
Que se graban en la piel antes de existir en el mundo.
Pero las historias que duelen... comienzan siempre por la herida.
Esta es una de ellas.
Una historia hecha de sueño,
de memoria que respira,
de un hogar que nunca se construyó
pero que en mi interior sigue habitando.
Dicen que el tiempo cura.
Mienten.
A veces sueño que todo empezó con un encuentro destinado.
A veces sueño que allí mismo, todo terminó.
Pero la verdad es otra, más simple, más brutal:
Él pasó por mi vida como un incendio.
Y yo, en lugar de huir, me quedé esperando
para sentir el calor de sus llamas.
Y si la cuento es porque, de alguna forma,
aunque Él no esté,
aunque su nombre sea silencio,
sigue despertando algo en mí
que la vida jamás borrará.
Este es mi relato.
Mi herida y mi verdad.
Morgana
Capítulo I El Sueño
Hoy he vuelto a soñar con Él.
La noche cae y, aunque me tiemble el alma antes de dormir,
me quedo quieta, en silencio, con el corazón sosteniéndose como puede.
Y en un susurro imploro al cielo:
Llévame.
Llévame con Él.
Aunque sea por última vez.
Y cada noche cierro los ojos cuando el mundo se apaga y la
memoria despierta.
Entonces una puerta se abre, llevándome al lugar donde lo imposible se hace
real.
En mis sueños llega a mí, revelando lo que todavía vibra
entre nosotros.
Una presencia que aparece incluso antes que el recuerdo, con una claridad que
no perdona, que expone cada pedazo de Él que aún queda dentro de mí.
No hago nada al notar cómo mi cuerpo retira sus defensas.
Su rostro —el que mil veces imaginé— sin cargas, sin culpas
que arrastrar.
Pero su sonrisa…
su sonrisa es la única felicidad que mi corazón es capaz de recordar.
Su voz exacta.
Su cuerpo junto al mío.
Su olor, su calor, su presencia tan real…
Que he despertado convencida de haberle tocado...
En los sueños Él me quiere.
Me abraza.
Me sostiene.
Me mira como si, al fin, me reconociera.
Me toma la mano y siento su piel; con eso sobran las
palabras.
Estoy aquí.
No temas.
No te voy a dejar sola esta vez.
Y en ese instante algo se recoloca dentro de mí,
como si mi alma recordara para qué servía vivir.
Ahí ocurre lo peor:
Me siento en casa.
Porque con Él aprendí lo que es la respiración compartida,
la entrega sin miedos ni reservas.
Porque Él fue quien me enseñó a amar.
Los sueños me muestran vidas que no tuvimos, pero existen.
Son mundos posibles.
Vidas no vividas.
Caminos que jamás tomamos,
pero que laten como posibilidades desesperadas.
Una línea temporal que solo existe cuando cierro los ojos.
Y ahí, cuando Él aparece, todo cobra sentido.
Entonces entiendo que Él era mi hogar
y que lo sigue siendo ahora,
aunque ya no quede nada.
Y por un instante vuelvo a respirar.
Mi cerebro me tortura mientras duermo:
juega conmigo, me muestra todos mis anhelos,
lo que me salvaría,
lo que me devolvería la vida…
solo para arrancármelo al llegar el día.
Desperté llorando,
porque el amanecer me arrancó de sus brazos
y me dejó vacía.
Porque en sueños soy suya.
Despierta soy el fantasma de lo que quedó atrás.
No sé si un día dejaré de soñar con Él.
No sé si un día dejaré de buscar su luz entre tanta sombra.
No sé cuánto queda de mí sin esos sueños.
Solo sé que, mientras exista esa otra vida
en la que Él todavía me ama,
seguiré buscando el umbral cada noche.
Aunque me desgarre.
Aunque me parta.
Aunque me pierda.
Despertar es una caída.
La luz de la mañana corta
y desgarra mi pecho.
El cuerpo regresa primero,
el alma un poco después.
Y entre medias,
ese segundo vacío
en el que recuerdo
que, de nuevo,
te he vuelto a perder.
Capítulo II La Noche del Portal
Un año antes de ese sueño, llegaba Halloween y siempre había
tenido para mí un brillo distinto, mágico.
No es una fiesta: es un umbral.
Una grieta en el tejido del mundo por donde lo imposible se
asoma, las energías se mezclan y el velo se afina.
Ese año, por primera vez, lo celebré como en las películas.
La barbacoa familiar, los disfraces hechos a mano, los niños riendo mientras
corrían de casa en casa pidiendo caramelos, pero intentando crear una felicidad
en la que no encajaba.
Yo reía, sí.
Estaba "feliz".
O lo más parecido a feliz que he estado en mucho tiempo.
Pero dentro de mí había un hueco.
Una chispa que no aparecía.
Un algo que faltaba.
Como si mis sonrisas fueran reales pero no del todo vivas.
Aun así, me convencí de que podía bastar. Que me bastaba.
Hasta que ocurrió.
Aún con la pintura fresca en mis mejillas y con las risas
resonando en el salón, abrí el móvil para mirar la hora y un "algo"
en mi alma cambió...
Lo vi...
Un mensaje...
Un nombre, que pensé no volvería a ver...
Él.
Noto cómo el mundo se detiene un instante a mi alrededor.
No sé si reír, llorar, gritar o ponerme a temblar.
Me dio un escalofrío.
Pero no lo abrí.
Lo volví a enterrar en el fondo de mi bolso, como si nunca hubiera salido de
allí.
La mañana después de Halloween tenía ese cansancio dulce que
deja un día que, por un rato, sí fue como me hubiera gustado que fueran las
cosas.
Había dormido en aquella casa, que sin ser la mía, me hacía sentir parte de una
vida que nunca terminaba de alcanzar.
Aun así, dentro de mí convivían dos verdades:
He sido "feliz", falta algo.
Una chispa, un latido, un hilo que uniera el gesto con el sentimiento.
Los niños me querían, sí.
Él... No lo sé.
Guardé el móvil consciente de que aquello no pertenecía a
esa casa ni a esa fiesta. Ahí dentro estaba esa otra historia, la antigua, la
paralela, la real.
Llegué a casa. Y cuando ya me quedé a solas, sin máscaras,
luces ni risas... Lo abrí.
Su primer mensaje mostraba sorpresa, casi tanto como la mía,
era cálido y reconocible, no como lo hubiese esperado.
El segundo...
El segundo fue el que rompió la superficie del mundo:
Que el amigo, que la coincidencia, que la cadena improbable
de causas que le habían devuelto mi número...
Que parecía cosa del destino.
Y ahí lo sentí, la fiesta, las risas, el paseo... La imagen
que me protegía se vino abajo, no porque no hubiera sido real, sino porque esa
tarde pertenecía a ese "otro mundo", al que yo no pertenecía.
En mi mundo, la tarde de Halloween encogía ante un solo
mensaje suyo.
Lo peor no fue leerlo.
Lo peor fue esa chispa de esperanza. Y esa alegría fingida que desapareció en
un instante...
La vuelta a la realidad.
Me quedé mirando el móvil en silencio, con ese mensaje
ardiendo entre mis manos.
Era absurdo, totalmente ilógico e irracional.
Y aun así...
Sentí que tenía que atenderlo.
Tenía que escucharlo.
Porque en aquella noche mágica nada ocurre por casualidad.
En ese instante comprendí que algo dentro de mí había estado
solo aguardando, esperando.
Que por mucho que yo intenté avanzar, hay hilos que se tensan desde demasiado
atrás.
Y que, quizás, Halloween no abre portales solo para los
espíritus.
Quizás también los abre para las historias que nunca debieron darse por
acabadas.
Capítulo III Los Mil Mensajes
Halloween fue el pretexto.
Una grieta mínima en la noche más mágica del otoño.
Un
-¿Sigues ahí?
Pero él no sabía que llevaba meses velando sus fantasmas.
La pantalla se encendió y, sin darme cuenta, también lo hizo
algo dentro de mí.
No era luz.
Era una especie de temblor.
Una vibración primitiva: el reconocimiento de una voz que, aunque hubiera
callado, nunca se habría ido.
Y así empezó.
Primero, mensajes torpes, casi tímidos.
Palabras que parecían caminar de puntillas.
Luego, poco a poco, esa tensión se deshizo...
o quizás se transformó en algo más hondo.
El ritmo se volvió constante.
Yo hablaba.
Él respondía.
Él se abría.
Yo confesaba.
Él me presentó a sus demonios, no como quien busca alivio,
sino casi como quien ofrece un arma.
Yo lo escuchaba con esa calma fatalista de quien sabe que
siempre se paga un precio por entender demasiado.
Y, aun así, le conté los míos.
Todos esos puntos dolorosos que se guardan lejos del corazón.
No sé cómo logró que confiar fuera tan sencillo.
Quizá nunca dejó de serlo.
Pasaron los días.
Noviembre entero.
Y cada amanecer llegaba con la misma pregunta:
¿volverá a escribirme hoy?
Cada noche concluía con horas hablando, riéndonos a medias,
desnudando partes del alma que no se enseñan a nadie.
En esa franja de tiempo -ese territorio extraño entre la una
y las tres de la madrugada-
volvimos a ser dos criaturas avanzando en la oscuridad,
creyendo que la otra era lo único que alumbraba el camino.
Entonces empezaron las ganas.
Al principio, leves.
Después, urgentes.
Ganas de vernos.
Ganas de comprobar si era verdad lo que existía entre aquellos mensajes.
Ganas físicas.
Emocionales.
Espirituales.
Él dijo que volvería por Navidad.
Unos días apenas.
Para muchos, nada.
Para mí, suficiente para que todo mi ser se preparara para una tormenta.
Durante las semanas previas, ya no encontraba ningún lugar
donde esconder la impaciencia.
Capítulo IV La Noche más Larga
Y llegó el día.
La noche más larga del año.
El solsticio de invierno.
Llegué al aeropuerto con el corazón fuera de sitio.
Como no cabía dentro de mí, lo llevé en la garganta casi todo el camino.
Paseaba entre la gente, observaba las luces, el árbol de
Navidad.
Daba pequeños saltitos —torpes, felices— con la sonrisa temblando en la boca.
Esperaba entre las idas y venidas, mientras la pantalla marcaba la llegada del
vuelo.
Y entonces lo vi.
Era Él.
Con sus vaqueros y esa forma de caminar que reconocería
hasta en el infierno.
Algo dentro de mí se ordenó.
No se calmó.
Pero encajó.
Como si hubiera estado desajustada durante años y solo
entonces,
en ese pasillo rodeado de desconocidos,
hubiera vuelto a alinearse.
Él me vio.
Y sonrió.
Dioses, cómo sonrió.
Una luz limpia, cálida, tan sincera que dolía.
El alma se adelantó, pero el cuerpo no la siguió.
Quise aprovechar ese instante y robarle un beso, aunque fuera solo una vez.
Pero me frené.
Todo terminó en un abrazo lleno de torpeza y verdad.
Entonces le tomé de la mano.
Un gesto simple.
Casi infantil.
Pero ese gesto partió el mundo por la mitad.
Porque él tomó mi mano sin dudar.
Sin preguntar.
Sin pensarlo.
Como si hubiera estado esperándola.
Como si su mano hubiera sido hecha para la mía.
Lo supe sin pensarlo.
Sin quererlo.
Y en ese instante —por unos segundos que aún me persiguen—
volví a casa.
Volví.
Regresé.
Había hogar.
Había sentido.
Había incluso esperanza.
Ese veneno dulce que siempre vuelve.
Mi cuerpo exhaló algo que llevaba años reteniendo.
Su piel contra la mía fue la confirmación de un destino que nunca supimos
vivir.
Tantos años desde la última vez…
y, aun así, parecía que no se hubiera ido nunca.
Subimos por las escaleras mecánicas unidos, riendo,
emocionados,
como si hubiéramos encontrado la puerta equivocada del tiempo
y regresado a cuando éramos jóvenes
sin haber roto nada por el camino.
Yo tenía esperanza.
Quería verlo.
Quería saber qué había detrás de tantas horas de complicidad absoluta.
Y si él no hubiera venido…
yo habría ido a buscarlo.
Lo sé.
Siempre lo supe.
Porque hay algo en mí —antiguo, profundo, inevitable—
que no sabe existir sin él.
Capítulo V. Vuelta a Casa
El camino desde el aeropuerto hasta mi casa fue un trayecto
de silencios suaves, como si las palabras hubieran decidido esperar a que
nuestros cuerpos terminaran de recordar quiénes eran.
Él iba en el asiento del copiloto, con esa forma especial de mirar al frente,
como si intentara que el mundo no se diera cuenta de que estaba sintiendo
demasiado.
Y yo, a su lado.
Llegamos a casa.
Abrí la puerta y la casa hizo lo que siempre hace: abrazar.
El frío quedó atrás y una calidez suave nos envolvió de inmediato.
Él se detuvo apenas un segundo, pero yo lo vi.
Cómo respiró más hondo.
Cómo se le aflojaron los hombros.
Era como observar a alguien reconocer un lugar en el que
nunca ha estado, pero al que, de alguna manera, pertenece.
Mi casa lo recibió como si lo hubiese estado esperando.
Y él, sin saberlo, la aceptó como si ya hubiera vivido allí en otra vida.
Con la mochila al hombro me miró, como si esperara
instrucciones… o tal vez permiso.
Yo tragué saliva.
No sabía si me iba a salir la voz, pero lo intenté.
—Puedes elegir habitación.
¿Quieres dormir en la de invitados… o en la mía? —pregunté.
La última parte salió más suave, más desnuda de lo que
pretendía.
Él no dudó.
Ni un segundo.
No hubo pausa, ni gesto de pensamiento, ni esa prudencia que adoptamos cuando
tememos equivocarnos.
—En la tuya.
Así, como quien dice algo obvio.
Como si fuera lo habitual.
Como si ya hubiera dormido allí mil veces.
Durante los días siguientes —esas noches largas de diciembre
que parecían no acabar nunca— durmió conmigo.
Su respiración a mi lado.
El espacio tibio de su cuerpo compartiendo la misma cama.
Dormía a mi lado como si fuese lo más normal del mundo.
Y era esa naturalidad, esa facilidad, la que más dolía.
Porque cada noche yo sentía que volvía a casa, que su presencia corregía la
arquitectura invisible de mi mundo.
Pero cada mañana recordaba que aquello no estaba diseñado para durar.
No había un mañana pactado.
Solo fragmentos.
Suspiros.
No me atreví a darle un beso.
Ni siquiera un roce que pudiera delatar todo lo que me ardía por dentro.
No porque no quisiera,
sino porque había algo mágico suspendido en ese momento, algo que temía romper
si me inclinaba apenas un centímetro de más.
Seguía queriendo ese beso.
Pero no pude.
No me atreví.
No fui capaz de reclamar lo que llevaba deseando todo ese tiempo… y mucho
tiempo más.
Dormía a mi lado como si no hubiera distancia, conectados
por un millón de hilos, pero con un abismo entre nosotros; uno hecho de dudas,
esperas, heridas anteriores, ilusiones que no sabíamos cómo sostener.
Siempre me ha gustado mirarle mientras dormía, y ahora me
parecía que, si lo rozaba siquiera —levemente— con mis dedos en la mejilla,
podría desvanecerse.
Como si el invierno hubiera traído un regalo frágil, de esos
que una respiración equivocada puede deshacer.
Así pasaron las noches:
con él tan cerca que podía sentir la forma de su alma, y tan lejos que cada
amanecer dolía un poco más.
Él dormía.
Yo velaba.
Como casi siempre.
Como desde el principio.
Durante el día hablábamos sin parar. Palabras, confesiones,
heridas abiertas… con una honestidad que solo se permite cuando sientes que,
quizás, te estás muriendo un poco.
Me contó miedos.
También demonios.
Cicatrices bien escondidas detrás de su voz tranquila.
Yo le conté los míos.
Los dos habíamos vivido demasiado.
Los dos callábamos demasiado.
Pero siempre encontrábamos la forma de volver, de sostenernos, de reír incluso
cuando el mundo parecía desmoronarse.
Reaprendimos a confiar.
Y eso es peligroso.
Porque la confianza en él siempre venía acompañada de una
promesa invisible.
La mañana de Nochebuena, mientras se preparaba para ir a
pasar las fiestas con su familia, sentí una punzada inesperada.
La sensación de que me estaban arrancando mi propio presente.
Le llevé en coche.
El cielo estaba gris, nublado, como si presintiera algo que nosotros aún no
sabíamos.
Al bajarse, me regaló un abrazo lento, profundo, de los que
dejan un hueco cuando terminan.
—Nos vemos en unos días —me dijo, ajustándose la mochila.
—Sí, escríbeme y lo hablamos.
—Lo haré.
—Prométeme que… —no terminé la frase.
Él me miró como antes, como si por un instante pudiera
leerme.
—Voy a volver —sonrió—. Tenemos planes, ¿recuerdas?
—Sí, los tenemos —respondí.
—Felices fiestas. Vamos hablando.
Lo vi alejarse hacia el portal de su casa.
Seguimos hablando por mensajes.
El 25 volvió a escribirme.
Luego el 26.
El 27 no paramos en todo el día, como si necesitáramos recuperar cada minuto
que la distancia nos robaba.
“Solo faltan unos días”, pensaba, mientras un impulso absurdo me hacía mirar el
reloj.
El 29 hicimos planes reales.
El 30 confirmamos la hora.
El 31… él regresaba.
Fin de año.
Nuestra última oportunidad.
Aunque todavía no lo sabíamos.
Nuestro último resplandor.
Solo pensábamos en vernos.
En que esta vez, quizás, sí.
En que esta vez, quizás, algo encajaría.
En que esta vez, quizás, podría robarte ese beso.
Capítulo VI. El Último Resplandor
Llegó tarde.
Muy tarde.
Las velas ya estaban encendidas, la música suave flotaba
entre las paredes, y mis amigos habían preguntado dos o tres veces si estaba
segura de que vendría.
Yo asentí sin dudar.
No porque confiara.
Sino porque lo sentía.
Cuando finalmente llamó al timbre, cuando su voz llenó el
aire… el mundo entero pareció silenciarse...
Entró como siempre: sonriendo, alegre.
Me miró.
Solo eso.
Y bastó para que el pecho se me apretara de golpe.
No necesitó decir nada.
Su forma de mirarme decía más que cualquier saludo.
La cena fue una mezcla de risas, recuerdos y ese tipo de
alegría que solo aparece cuando la nostalgia y la esperanza se rozan.
Mis amigos lo acogieron con una naturalidad que casi dolía.
Como si mi vida… como si siempre hubiera estado allí.
Las uvas nos pillaron improvisando, como siempre, con la
carne aún en el plato y las manos oliendo a humo.
Él se sentó a mi izquierda.
El roce de su rodilla con la mía fue mínimo.
Letal.
Doce campanadas.
Doce golpes en la memoria.
Y mis lágrimas asomando al recuerdo.
Cuando la última cesó, giró la cabeza hacia mí y dijo:
—Feliz año nuevo, Morgana.
No sé si fue la voz.
O la forma en la que dijo mi nombre, despacio, como si lo saboreara entre el
dulce sabor de las uvas.
O esa sombra de emoción que le brilló un segundo en la mirada.
Lo que sé es que esa frase no se convirtió en un deseo.
Fue una herida nueva.
Una que todavía sangra.
Y así terminó el año:
con Él volviendo,
conmigo temblando,
y los hilos invisibles del destino tensándose alrededor de nuestros cuerpos sin
que nos diéramos cuenta.
La historia se estaba escribiendo sola.
Y nosotros… éramos los únicos que no la estábamos leyendo.
Se quedó charlando con mi amigo.
El whisky desaparecía entre risas y batallas que nunca ganaron.
Yo ya no podía más.
—Dormid donde queráis —les dije desde la puerta de mi
habitación—. Yo me rindo.
Me hundí en la cama, pero el sueño tardó en llegar.
Porque en el salón él seguía riendo.
Y esa risa…
Dioses.
Esa sonrisa siempre fue mi hogar.
El 1 de enero me desperté con la crisis prematura de los
cuarenta.
Ni los había cumplido, pero ya me soplaban en la nuca.
Salí al salón con el pelo revuelto, las ojeras marcadas y un
impulso extraño en la lengua.
—Creo que ya ha empezado mi crisis de los cuarenta. Tengo
que hacer algo con mi vida. ¿Qué hago, me compro una moto o tengo un bebé?
Me miraron los dos.
“Ahí va la loca”, seguro que pensaron.
Reímos.
Pero fue risa nerviosa.
Las verdades disfrazadas de broma siempre incomodan.
Ya con el café en la mano, descarté la moto.
—Me mato a la semana.
Él sonrió, demasiado consciente.
—Eso seguro.
Y quedó la otra opción.
La imposible.
La que no se dice en voz alta sin temblar por dentro.
Pasamos el día entre cafés, sol en la terraza y silencios
que decían más que las palabras.
Y cuando cayó la tarde y volvió el frío, lo llevé a casa.
En el coche flotaba ese silencio que anuncia un giro, aunque
nadie lo admita.
Yo lo sentía subir desde el estómago: vértigo y necesidad.
Había sido “un tema más” muchas veces.
Pero ahora era distinto.
Era ahora… o nunca.
—Si algún día —tragué saliva— decidiera ser madre… ¿tú
serías mi donante?
Me apresuré a añadir palabras, atropelladas.
No me dejó terminar.
—Sí.
Me quedé sin aire.
—No hacía falta que…
—No veo por qué no podría hacerlo —repitió, tranquilo.
El mundo se detuvo un instante.
No sé si entendió lo que acababa de darme.
No fue solo una respuesta.
Fue casi una promesa.
Una puerta abierta a algo que nunca me atreví a imaginar con nadie más.
Seguimos hablando de cualquier otra cosa, como si nada
hubiera pasado.
Como si no acabara de mover el eje del mundo con sus palabras.
Lo dejé en su casa.
Nos despedimos con la promesa de vernos antes de Reyes.
Había calor en sus ojos.
Había planes.
Un después.
No sabíamos que ese después era un espejismo.
Yo aún no lo imaginaba,
pero el mundo ya había empezado a crujir bajo mis pies.
Capitulo VII La Caída en Silencio.
El día 4 llegó.
La barbacoa estaba lista.
Las brasas encendidas.
Mi casa le esperaba otra vez.
Pero él no llegó.
La primera hora pensé que se había retrasado.
La segunda, que se habría liado con la familia.
La tercera… una manta. Luego otra.
Mi amigo me escribió para decir que estaba enfermo y no
podía venir.
Y entonces me quedé yo.
Sola.
En mi casa.
En silencio.
Esperando a alguien que no venía.
El móvil estaba sobre la mesa.
No vibraba.
No sonaba.
No hacía nada.
Igual que él.
Le escribí.
Un mensaje amable:
“¿Todo bien?”
Nada.
Luego otro, más honesto:
“¿Vas a venir?”
Silencio.
Un silencio que no era ausencia.
Era decisión.
El pecho empezó a arderme.
La respiración se volvió corta, punzante, desordenada.
El suelo de la realidad se movió bajo mis pies.
Me envolví en una manta en el sofá y me dejé caer.
No fue un ataque de ansiedad.
Fue una implosión.
Y mientras yo me desgarraba en silencio, en algún lugar él
simplemente… no estaba.
Ni explicación.
Ni excusa.
Ni mentira.
Ni verdad.
Nada.
Nada absoluta y definitiva.
Pasó Reyes.
Pasó el día 7, el día de su vuelo.
Le escribí para desearle buen viaje.
Silencio.
Le escribí al día siguiente.
Silencio.
El móvil se convirtió en un agujero negro donde las palabras
morían sin eco.
Mi nombre también.
Mi existencia también.
Y entonces comenzó.
La repetición.
El ritual del abandono.
La versión actualizada de la historia más vieja entre
nosotros.
Pero esta vez no hubo discusión.
No hubo ruptura.
No hubo pelea.
Solo un borrado.
Un tachón invisible.
Una desaparición que ni siquiera tuvo la decencia de
anunciarse.
Días y días y días.
Yo escribiendo.
Él desapareciendo.
Yo rompiéndome.
Él… nada.
La nada más devastadora.
El silencio llegó sin aviso.
Sin explicación.
Sin un gesto de despedida.
El día antes hablábamos.
Hacíamos planes.
Él reía.
Yo también.
Y de repente, nada.
Un vacío tan grande que parecía tener sonido propio.
Le escribí.
Le mandé audios.
Le pregunté si estaba bien.
Le dije que aquí estaba.
Como siempre.
Como aquella niña de dieciséis años con la que un día se
encontró en mitad del caos.
No hubo respuesta.
Llegó la noche.
Luego otra.
Luego otra más.
El teléfono en la mano.
La mente en bucle.
El corazón en un temblor mudo que solo quien ha esperado
sabe reconocer.
Días enteros hablando sola.
Días mintiéndome para no llorar.
Días buscando una razón que justificara la herida.
El silencio se convirtió en una presencia.
Dormía conmigo.
Vivía conmigo.
Una sombra hecha de preguntas sin respuesta.
Y cada noche le suplicaba a los sueños que lo trajeran de
vuelta, aunque fuera mentira.
Aunque me matara un poco más cada vez.
Porque no me rompió su adiós.
Él nunca dijo adiós.
Me rompió la nada.
La desaparición.
El hueco donde debía estar su explicación.
Y el peor pensamiento de todos,
el más afilado,
el más cobarde:
¿Y si para él no significó nada?
Con ese pensamiento todavía me desangro.
Hay heridas que no vienen del pasado ni de lo que fue,
sino de lo que pudo ser
y nunca encontró el camino para nacer.
Eso es lo que duele.
No un final.
Sino una vida entera sin empezar.
Hay momentos que aún me arrancan el aire.
Como aquella pregunta que te hice en el coche, camino de tu
casa.
Tenía miedo.
Pero también una certeza antigua.
Si algún día yo era madre,
quería que mi hijo tuviera tu sonrisa.
Tus ojos.
No te pedí que me amaras.
No te pedí un compromiso.
Solo te pedí verdad.
Origen.
Vida.
Y tú dijiste que sí.
Sin pausas.
Sin dudas.
Como si esa respuesta hubiera estado esperando ser liberada
de tu pecho.
No hablamos más del tema.
No hizo falta.
Y quizá por eso tu silencio después fue tan cruel.
No solo me arrebató a ti.
Me arrebató la vida que imaginé.
La que sentí un instante como real.
La que mi alma reconoció como suya antes de existir.
No lloré al hombre que se fue.
Lloré a la vida que no llegó.
Y eso…
eso es lo que nadie entiende.
Hoy sigo aquí, preguntándome si alguna vez imaginaste lo
mismo.
Si te dolió, aunque fuera un instante, renunciar a una vida
que no llegó a respirar.
Y lo peor es que a veces, cuando cierro los ojos, no te
sueño a ti.
Sueño con él.
Con ese niño que nunca existió,
corriendo por mi jardín,
riéndose con tu risa,
mirándome con tus ojos.
Y yo no tengo respuesta.
Solo un hueco.
Un futuro que no llegó.
Y tú,
en los bordes rotos
de lo que no fue.
Epílogo
Hay silencios que no llegan como una despedida.
Simplemente ocurren.
Y lo cambian todo.
No lloré al hombre que se fue.
Lloré a la vida que no llegó.
A la posibilidad.
A la luz que sentí real durante un instante.
Aquella pregunta en el coche no fue un impulso.
Fue una certeza antigua.
Si algún día yo era madre, quería que mi hijo tuviera tu
sonrisa.
Tus ojos.
No te pedí amor.
No te pedí promesas.
Solo verdad.
Origen.
Y tú dijiste que sí.
Por eso tu silencio después fue tan cruel.
Porque no solo te llevaste tu ausencia.
Te llevaste la vida que imaginé.
A veces, cuando cierro los ojos, no te sueño a ti.
Sueño con él.
Con ese niño que nunca existió.
Corriendo por mi jardín.
Riéndose con tu risa.
Mirándome con tus ojos.
Y yo no tengo respuesta.
Solo sé esto:
hay ausencias que pesan más que cualquier presencia.
Y hay futuros que duelen
porque fueron reales
antes de existir.
Nota del Autor
Esta historia no ha terminado.
y hoy sigo soñando.
Sigo esperando a ratos.
Sigo sintiendo cómo late justo donde duele.
No he escrito para cerrar nada.
Ni para sanar del todo.
He escrito para poder sostenerlo.
Para sacar del cuerpo lo que no encontraba salida.
Para darle forma a un dolor que no ha desaparecido,
pero que necesitaba ser nombrado.
Aquí no hay esperanza como promesa.
Solo verdad.
Y la certeza de que algunas historias no se terminan:
se aprende a vivir con ellas.
Si has leído hasta aquí, gracias por quedarte.
A veces escribir —y leer— no salva,
pero acompaña.
Y a veces, eso es lo único posible.
Morgana
*******************************
Para tí:
Y si alguna vez tú lo lees:
recuerda que para mí
tú estás para siempre.
No escribí para borrarte,
ni para superarte,
ni para cerrar nada.
Escribí porque aún te espero a ratos.
No como promesa,
sino como herida abierta.
No espero un regreso.
Solo una señal.
La tuya.
Para saber
si todo esto existió
en algún lugar
fuera de mi mente.

No hay comentarios:
Publicar un comentario